Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa
La Medalla Milagrosa fue acuñada y se difundió con una sorprendente rapidez por el mundo entero, y en todas partes fue un instrumento de misericordia, arma terrible contra el demonio, remedio para muchos males, medio simple y prodigioso de conversión y de santificación.
«¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar… Invoca a María!». (San Bernardo).
En los momentos de dificultad… deje que la fuerza de la Medalla Milagrosa le ayude. Algunas veces parece tan difícil mantener la esperanza… Cuando se sienta desamparado, solo, o necesitado de una mano amiga, en esa hora, debe acordarse de quien nunca le abandona: María, la Madre de Jesús.
“…Es generosa con aquéllos que se dirigen a Ella, numerosas son las gracias que concede a las personas que las imploran, y cuánta alegría siente en concederlas”. Nos dice Santa Catalina Labouré, que recibió tres visitas de la Santísima Virgen.
¡Oh, Inmaculada Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra!, al contemplaros con los brazos abiertos esparciendo gracias sobre los que os las piden, lleno de la más viva confianza en vuestra poderosa y segura intersección, manifestada innumerables veces por la Medalla Milagrosa, aunque reconociendo nuestra indignidad por causa de nuestras numerosas culpas, osamos acercarnos a vuestros pies para exponeros durante esta novena nuestras más apremiante necesidades (Se pide la gracia deseada). Escuchad, pues, ¡oh, Virgen de la Medalla Milagrosa!, este favor que confiante os solicitamos para la mayor gloria de Dios, engrandecimiento de vuestro Nombre y bien de nuestras almas. Y para servir mejor a vuestro Divino Hijo, inspiradnos un profundo odio al pecado y dadnos el coraje de afirmarnos siempre verdaderos cristianos. ASÍ SEA.
Santísima Virgen, yo creo y confieso vuestra Santa e Inmaculada Concepción, pura y sin mancha. ¡Oh, purísima Virgen María!, por vuestra Concepción Inmaculada y gloriosa prerrogativa de Madre de Dios, alcanzadme de vuestro amado Hijo la humildad, la caridad, la obediencia, la castidad, la santa pureza de corazón, de cuerpo y de espíritu, la perseverancia en la práctica del bien, una vida santa y una buena muerte. Amén.
Santa Catalina Labouré
Ella se llamaba Catalina, o Zoé, para los más íntimos. Su mayor alegría era llevar la ración diaria para la multitud de palomas que habitaban la torre cuadrada del palomar de su casa. Cuando avistaban a la campesina, las aves se lanzaban en dirección a ella,envolviéndola, sumergiéndola, pareciendo querer arrebatarla y arrastrarla para las alturas. Cautiva de aquella palpitante nube, Catarina reía, defendiéndose contra las más precipitadas, acariciando las más tiernas, dejando su mano deslizar por la blancura de aquellos suaves pelajes. Durante toda la vida, guardará nostalgia de las palomas de su infancia: «Eran casi 800 cabezas», acostumbraba a decir, no sin una puntita de tímido orgullo…
Catarina Labouré (se pronuncia «Laburre») vino al mundo en 1806, en la provincia francesa de Borgoña, bajo el cielo de Fain-les-Moutiers, donde su padre poseía una estancia y otros bienes. A los nueve años perdió a la madre, una distinguida señora perteneciente a la pequeña burguesía local, de espíritu cultivado y alma noble, y de un heroísmo doméstico ejemplar. Abalada por el rudo golpe, desecha en lágrimas, Catalina abraza una imagen de la Santísima Virgen y exclama: «De ahora en adelante, Vosotros seréis mi madre!»
Nuestra Señora no decepcionará a la muchacha que se entregaba a Ella con tanta devoción y confianza. A partir de entonces, la adoptó como hija dilecta, alcanzándole gracias superabundantes que solo hicieron crecer su alma inocente y generosa. Esa encantadora guardiana de palomas, en cuyos límpidos ojos azules se estampaban la salud, la alegría y la vida, así como la gravedad y sensatez venidas de las responsabilidades que temprano pesaron sobre sus jóvenes hombros, esa pequeña ama de casa modelo (y aún iletrada) tuvo sus horizontes interiores abiertos a la contemplación, conducentes a una hora de suprema magnificencia.
Con las Hijas de San Vicente
Cierta vez, un sueño dejó a Catalina intrigada. En la iglesia de Fain-les-Moutiers, ella ve un viejo y desconocido sacerdote celebrando la Misa, cuya mirada la impresiona profundamente. Terminado el Santo Sacrificio, él hace una señal para que Catalina se aproxime. Temerosa, ella se aleja, entretanto fascinada por aquella mirada. Aún en el sueño, sale a visitar a un pobre enfermo, y reencuentra al mismo sacerdote, que esta vez le dice: «Hija mía, tú ahora te escapas… pero un día serás feliz en venir hasta mí. Dios tiene designios para ti. No te olvides de eso». Al despertar, Catalina repasa en su mente aquel sueño, sin comprenderlo…
Algún tiempo después, ya con 18 años, ¡una inmensa sorpresa! Al entrar en el locutorio de un convento en Châtillon-sur-Seine, ella se depara con un cuadro en el cual está retratado precisamente aquel anciano de penetrante mirada: es San Vicente de Paul, Fundador de la congregación de las Hijas de la Caridad, que así confirma e indica la vocación religiosa de Catalina.
En efecto, a los 23 años, venciendo todos los intentos del padre para alejarla del camino que el Señor le trazara, Catalina abandona para siempre un mundo que no estaba a su nivel, y entra como postulante en aquel mismo convento de Chântillon-sur-Seine. Tres meses después, el 21 de abril de 1830, es aceptada en el noviciado de las Hijas de la Caridad, situado en la Rue du Bac*, en Paris, donde toma el hábito en enero del año siguiente.
Primera aparición de Nuestra Señora
Desde su entrada en el convento de la Rue du Bac, Catalina Labouré fue favorecida por numerosas visiones: el Corazón de San Vicente, el Santísimo Sacramento, Cristo Rey y la Santísima Virgen. A pesar de la importancia de las otras apariciones, debemos detenernos en las de la Reina Celestial.
La primera tuvo lugar en la noche del 18 al 19 de julio de 1830, fecha en que las Hijas de la Caridad celebran la fiesta de su santo Fundador. De todo cuanto entonces sucedió, dejó Catalina minuciosa descripción:
La Madre Marta nos hablara sobre la devoción a los santos, en particular sobre la devoción a la Santísima Virgen – lo que me dio deseos de verla – y me acosté con ese pensamiento: que en esta noche, yo vería a mi Buena Madre. Como nos habían distribuido un pedazo del roquete de lino de San Vicente, corté la mitad y la tragué, adormeciendo con el pensamiento de que San Vicente me daría la gracia de contemplar a la Santísima Virgen. En fin, a las once y media de la noche, oí a alguien llamarme:
– ¡Hermana Labouré! ¡Hermana Labouré!
Despertando, abrí la cortina y vi a un niño de cuatro a cinco años, vestido de blanco, que me dijo:
– ¡Levantaos de prisa y venid a la Capilla! La Santísima Virgen os espera.
Luego me vino el pensamiento de que las otras hermanas iban a oírme. Pero, el niño me dijo:
– Quedaos tranquila, son once y media; todas están profundamente dormidas. Venid, yo os espero.
Me vestí de prisa y me dirigí a lado del niño, que permaneció de pie sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Yo lo seguí. Siempre a mi izquierda, él lanzaba rayos de claridad por todos los lugares donde pasábamos, en los cuales los candeleros estaban encendidos, lo que me espantaba mucho. Sin embargo, mucho más sorprendida quedé al entrar en la capilla: luego que el niño tocó la puerta con la punta del dedo, ella se abrió. Y mi espanto fue todavía más completo cuando vi todas las velas y candelabros encendidos, lo que me recordaba la misa de media noche. Entre tanto, yo no veía a la Santísima Virgen.
El niño me condujo adentro del santuario, hasta el lado de la silla del director espiritual*. Allí me arrodillé, mientras el niño continuó de pie. Como el tiempo de espera me estaba pareciendo largo, miré hacia la galería para ver si las hermanas encargadas de la vigilia nocturna no pasaban por allí.
Por fin, llegó el momento. El niño me alertó, diciendo:
– ¡Es la Santísima Virgen! ¡Hela aquí!
En ese instante, Catalina escucha un ruido, como el ligero sonido de un vestido de seda, viniendo de lo alto de la galería. Levanta los ojos y ve a una señora con un traje color marfil, que se prosterna delante del altar y viene a sentarse en la silla del Padre Director.
La vidente estaba en la duda si aquella era Nuestra Señora. El niño, entonces, no más con timbre infantil, sino con voz de hombre y en tono autoritario, dijo:
– ¡Es la Santísima Virgen!
La Hermana Catalina recordaría después:
Di un salto junto a Ella, me arrodillé al pie del altar, con las manos apoyadas en las rodillas de Nuestra Señora… Allí se pasó el momento más dulce de mi vida. Me sería imposible exprimir todo lo que sentí.
Ella dijo como me debo conducir junto a mi director espiritual, como comportarme en mis sufrimientos venideros, mostrándome con la mano izquierda el pie del altar, donde yo debo venir a lanzarme y expandir mi corazón. Allá recibiré todas las consolaciones que necesito. Yo le pregunté lo que significaban todas las cosas que viera y Ella me explicó todo:
– Hija mía, Dios quiere encargarte una misión. Tendrás mucho que sufrir, sin embargo has de soportar, pensando que lo harás para la gloria de Dios. Sabrás (discernir) lo que es de Dios. Serás atormentada, hasta por lo que dijeres a quien está encargado de dirigirte. Serás contrariada, pero tendrás la gracia. No temas. Decid todo con confianza y simplicidad. Serás inspirada en tus oraciones. El tiempo actual es muy ruin. Calamidades van a abatirse sobre Francia. El trono será derrumbado. El mundo entero se verá trastornado por males de todo tipo (la Santísima Virgen tenía un aire muy entristecido al decir eso). Pero vengan al pie de este altar: ahí las gracias serán derramadas sobre todas las personas, grandes y pequeñas, particularmente sobre aquellas que las pidan con confianza y fervor. El peligro será grande, sin embargo no debes temer: Dios y San Vicente protegerán a esta Comunidad.
Los hechos confirman las apariciones
Una semana después de esa bendita noche, explotaba en las calles de Paris la revolución de 1830, confirmando la profecía contenida en la visión de Santa Catalina. Desórdenes sociales y políticos derrumbaron al rey Carlos X, y por todas partes se verificaron manifestaciones de un anticlericalismo violento e incontrolable: iglesias profanadas, cruces lanzadas por tierra, comunidades religiosas invadidas, devastadas y destruidas, sacerdotes perseguidos y maltratados. Sin embargo, se había cumplido fielmente la promesa de la Virgen: los padres Lazaristas y las Hijas de la Caridad, congregaciones fundadas por San Vicente de Paul, atravesaron incólumes ese turbulento período.
Gracias abundantes y nuevas pruebas
Retornemos a aquellos maravillosos momentos en la capilla de la Rue du Bac, en la noche del 18 para el 19 de julio, cuando Santa Catalina, con las manos apoyadas sobre las rodillas de Nuestra Señora, escuchaba el mensaje que Ella le traía del Cielo. Dando seguimiento a sus narrativas, la vidente recuerda estas palabras de la Madre de Dios:
– Hija mía, me agrada derramar mis gracias sobre esta Comunidad en particular. Yo la amo demasiado. Sufro, porque hay grandes abusos y relajamiento en la fidelidad a la Regla, cuyas disposiciones no son observadas. Díselo a tu encargado. Él debe hacer todo lo que le sea posible para recolocar la Regla en vigor. Comunícale, de mi parte, que vigile las malas lecturas, las pérdidas de tiempo y las visitas.
Retomando un aspecto triste, Nuestra Señora agregó:
– Grandes calamidades vendrán. El peligro será inmenso. No temas, Dios y San Vicente protegerán a la comunidad. Yo misma estaré con vosotros. He velado siempre por vosotros y os concederé muchas gracias. Vendrá un momento en que pensarán que está todo perdido. Ten confianza, yo no os abandonaré. Conoceréis mi visita y la protección de Dios y de San Vicente sobre las dos comunidades. No se dará lo mismo con otras congregaciones. Habrá víctimas (al decir eso, la Santísima Virgen tenía lágrimas en los ojos). Habrá bastantes víctimas en el clero de París…El Arzobispo morirá. Hija mía, la Cruz será despreciada y derribada por tierra. La sangre correrá. Se abrirá de nuevo el costado de Nuestro Señor. Las calles estarán llenas de sangre. El Arzobispo será despojado de sus vestimentas (aquí la Santísima Virgen no podía hablar más; el sufrimiento estaba estampado en su rostro). Hija mía, el mundo todo estará en la tristeza. Escuchando estas palabras, pensé en cuando eso ocurriría. Y comprendí muy bien: cuarenta años.
Nueva confirmación
De hecho, cuatro décadas después, al final de 1870, Francia y Alemania se enfrentaron en un sangriento conflicto, en el que la superioridad de armamentos y de disciplina militar dieron a las fuerzas germánicas una fulminante victoria sobre el mal entrenado ejército francés. Como consecuencia de la derrota, nuevas convulsiones político-sociales estallaron en Paris, perpetradas por un movimiento conocido bajo el nombre de «La Comuna». Tales desórdenes dieron lugar a nuevas violentas persecuciones religiosas.
Conforme a las previsiones de la Virgen, fue fusilado en la cárcel el Arzobispo de París, monseñor Darboy. Poco después, los rebeldes asesinaron veinte dominicos y otros rehenes, clérigos y soldados. Entre tanto, los Lazaristas y las Hijas de la Caridad una vez más atravesaron incólumes ese período de terror, exactamente como la Santísima Virgen prometiera a Santa Catalina: «Hija mía, conoceréis mi visita y la protección de Dios y de San Vicente sobre las dos comunidades. Pero, no ocurrirá lo mismo con otras Congregaciones.»
Mientras las demás hermanas eran presas de pavor en medio a los insultos, injurias y persecuciones de los anarquistas de la Comuna, Santa Catalina era la única en no tener miedo: «Esperad» – decía, «la Virgen velará por nosotros… ¡No nos acontecerá ningún mal!»
Y aún cuando los rebeldes invadieron el convento de las Hijas de la Caridad y de ahí las expulsaron, la santa vidente no sólo aseguró a la Superiora que la propia Santísima Virgen guardaría la casa intacta, sino además previó que todas estarían de vuelta dentro de un mes, para celebrar la fiesta de la Realeza de María. Al retirarse, Santa Catalina agarró la corona de la imagen del jardín y dijo a ella: «Yo volveré para coronaros el día 31 de mayo».
Estas y otras revelaciones concernientes a la Revolución de la Comuna se realizaron puntualmente, conforme fueron anunciadas cuarenta años antes por Nuestra Señora.
Pero, retrocedamos a aquella bendita noche de julio de 1830, en la capilla de la Rue du Bac. Después del encuentro con la Madre de Dios, Santa Catalina no cabía en sí de tanta consolación y alegría. Ella recordaría más tarde:
No sé cuánto tiempo permanecí allá. Todo lo que sé es que, cuando Nuestra Señora partió, tuve la impresión de que algo se apagaba, y apenas percibí una especie de sombra que se dirigía hacia el lado de la galería, haciendo el mismo recorrido por el cual Ella había llegado. Me levanté de las escaleras del altar y vi al niño donde él se había quedado. Me dijo:
– Ella partió.
Retomamos el mismo camino, de nuevo todo iluminado, mientras el niño permanecía a mi izquierda. Creo que era mi Ángel de la Guarda, que había vuelto visible para hacerme contemplar a la Santísima Virgen, atendiendo a las insistentes súplicas que yo le hiciera en este sentido. Él estaba vestido de blanco y llevaba consigo una luz milagrosa, o sea, estaba resplandeciente de luz. Su edad giraba en torno de cuatro o cinco años.
Retornando a mi lecho (eran las dos de la mañana, pues oí sonar la hora), no conseguí dormir más…
Segunda aparición: la Medalla Milagrosa
Cuatro meses transcurrieron desde aquella prodigiosa noche en que Santa Catalina contemplara por la primera vez a la Santísima Virgen. En la inocente alma de la religiosa crecían las añoranzas de aquel bendito encuentro y el deseo intenso de que le fuese concedido de nuevo el augusto favor de volver a ver a la Madre de Dios. Y así fue atendida.
Era 27 de noviembre de 1830, sábado. A las cinco y media de la tarde, las Hijas de la Caridad se encontraban reunidas en su capilla de la Rue du Bac para el acostumbrado período de meditación. Reinaba perfecto silencio en las hileras de las monjas y novicias. Como las demás, Catarina se mantenía en profundo recogimiento. Súbitamente…
Me pareció oír, del lado de la galería, un ruido como el sonido ligero de un vestido de seda. Habiendo mirado para ese lado, vi a la Santísima Virgen a la altura del cuadro de San José. De estatura media, su rostro era tan bello que me sería imposible decir su belleza.
La Santísima Virgen estaba de pie, trayendo un vestido de seda blanco-aurora, hecho según el modelo que se llama a la Vierge, mangas lisas, con un velo blanco que le cubría la cabeza y descendía de cada lado hasta abajo. Bajo el velo, vi los cabellos repartidos al medio, y por arriba un encaje de más o menos tres centímetros de altura, sin fruncido, esto es, apoyado ligeramente sobre los cabellos. El rostro bastante descubierto, los pies posados sobre una media esfera. En las manos, elevadas a la altura del estómago de manera muy natural, Ella traía una esfera de oro que representaba el globo terrestre. Sus ojos estaban vueltos hacia el Cielo… Su rostro era de una incomparable belleza. Yo no sabría describirlo…
De repente, percibí en sus dedos anillos revestidos de bellísimas piedras preciosas, cada una más linda que la otra, algunas mayores, otras menores, lanzando rayos para todos lados, cada cual más estupendo que el otro. De las piedras mayores partían los más magníficos fulgores, ampliándose a medida que descendían, lo que llenaba toda la parte inferior del lugar. Yo no veía los pies de Nuestra Señora.
En ese momento, cuando yo estaba contemplando a la Santísima Virgen, Ella bajó los ojos, fijándolos en mí. Y una voz se hizo oír en el fondo de mi corazón, diciendo estas palabras:
– La esfera que ves representa al mundo entero, especialmente Francia… y cada persona en particular…
No se exprimir lo que sentí y lo que vi en ese instante: el esplendor y la cintilación de rayos tan maravillosos…
– Estos (rayos) son el símbolo de las gracias que Yo derramo sobre las personas que más piden – agregó Nuestra Señora, haciéndome comprender cuan agradable es rezar a Ella, cuanto Ella es generosa con sus devotos, cuantas gracias concede a las personas que las ruegan, y que alegría Ella siente al concederlas.
– Los anillos de los cuales no parten rayos (dirá después la Santísima Virgen), simbolizan las gracias que se olvidan de pedirme.
En ese momento se formó un cuadro en torno a Nuestra Señora, un poco oval, en lo alto del cual estaban las siguientes palabras: «Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos», escritas en letras de oro.
Una voz se hizo oír entonces, diciéndome:
– Haced acuñar una medalla conforme este modelo. Todos los que la usen, trayéndola al cuello, recibirán grandes gracias. Estas serán abundantes para aquellos que la usen con confianza…
En ese instante, el cuadro me pareció girar y vi el reverso de la medalla: en el centro, el monograma de la Santísima Virgen, compuesto por la letra «M» encimada por una cruz, la cual tenía una barra en su base. Abajo figuraban los Corazones de Jesús y de María, el primero coronado de espinas, y el otro, traspasado por una espada. Todo desapareció como algo que se extingue, y quedé repleta de buenos sentimientos, de alegría y de consolación.
Santa Catalina dirá, más tarde a su Director Espiritual haber visto las figuras del verso de la medalla contornadas por una guirnalda de doce estrellas. Tiempos después, pensando si algo más debía serles agregado, oyó durante la meditación una voz que decía:
– La M y los dos corazones son suficientes.
Tercera aparición
Pasados algunos días, en diciembre de 1830, Nuestra Señora apareció por tercera y última vez a Santa Catalina. Como en la visión anterior, Ella vino en el período de meditación vespertina, haciéndose preceder por aquel característico ruido ligero de su vestido de seda. De allí a poco, la vidente contemplaba a la Reina del Universo, en su traje color de aurora, revestida de un velo blanco, asegurando nuevamente un globo de oro con una pequeña cruz arriba. Dos anillos adornados de piedras preciosas, con intensidades diversas, la misma luz, radiante como la del sol. Contó después Santa Catalina:
Es imposible expresar lo que sentí y comprendí en el momento en que la Santísima Virgen ofrecía el Globo a Nuestro Señor. Como estaba con la atención ocupada en contemplar a la Santísima Virgen, una voz se hizo oír en el fondo de mi corazón: Estos rayos son símbolo de las gracias que la Santísima Virgen obtiene para las personas que las piden.
Estaba yo, llena de buenos sentimientos, cuando todo desapareció como algo que se apaga. Y quedé repleta de alegría y consolación…
El acuñar de las primeras medallas
Se encerraba así el ciclo de las apariciones de la Santísima Virgen a Santa Catalina. Esta, entretanto, recibió un consolador mensaje: «Hija mía, de aquí en adelante no me verás más, sin embargo oirás mi voz durante tus oraciones». Todo cuanto presenciara y le fuera transmitido, Santa Catalina relató a su director espiritual, el padre Aladel, que mucho dudó en darle crédito. Él consideraba soñadora, visionaria y alucinada a esa novicia que todo le confiaba e insistentemente imploraba:
– ¡Nuestra Señora quiere esto… Nuestra Señora está descontenta…es necesario acuñar la medalla!
Dos años de tormento trascurrieron. Por fin, el padre Aladel resuelve consultar al Arzobispo de París, Mons. Quelen, que lo anima a llevar adelante ese santo emprendimiento. Solo entonces encomienda a la Casa Vachette las primeras veinte mil medallas. El cuñaje iba empezar, cuando una epidemia de cólera, venida de Rusia a través de Polonia, irrumpió en París el 26 de marzo de 1832, esparciendo la muerte y la calamidad. La devastación fue tal que, en un único día, se registraron 861 víctimas fatales, siendo que el total de óbitos aumentó a más de veinte mil.
Las descripciones de la época son aterradoras: el cuerpo de un hombre en perfectas condiciones de salud se reducía al estado de esqueleto en apenas cuatro o cinco horas. Casi en un piscar de ojos, jóvenes llenos de vida tomaban aspecto de viejos carcomidos, y luego después eran horripilantes cadáveres.
En los últimos días de mayo, cuando la epidemia pareció retroceder, se inició de hecho el cuñaje de las medallas. Entretanto, en la segunda quincena de junio, un nuevo brote de la tremenda enfermedad lanzaba una vez más el pánico entre el pueblo. Finalmente, la Casa Vachette entregó en el día 30 de ese mes las primeras 1500 medallas, que luego fueron distribuidas por las Hijas de la Caridad y abrieron un interminable cortejo de gracias y milagros.
La conversión del joven Ratisbonne
Los prodigios de la misericordia divina, operados a través de la Medalla corrieron de boca en boca por toda Francia. En pocos años, ya se difundía por el mundo entero la noticia de que Nuestra Señora había indicado personalmente a una religiosa, Hija de la Caridad, el modelo de una medalla que mereció inmediatamente el nombre de «Milagrosa», porque inmensos y copiosos eran los favores celestiales alcanzados por los que la usaban con confianza, según la promesa de la Santísima Virgen.
En 1839, más de diez millones de medallas ya circulaban por los cinco continentes, y los registros de milagros llegaban de todos los lados: Estados Unidos, Polonia, China, Etiopía…
Ninguno, sin embargo, causó tanta sorpresa y admiración cuanto el noticiado por la prensa en 1842: un joven banquero, aparentado con la millonaria familia Rothschild, judío de raza y religión, yendo a Roma con ojos críticos en relación a la Fe Católica, se convirtió súbitamente en la Iglesia de San Andrea delle Fratte. La Santísima Virgen le apareciera con las mismas características de la Medalla Milagrosa: «Ella nada dijo, pero yo comprendí todo», declaró Alfonso Tobías Ratisbone, que pronto rompió un promisorio noviazgo y se tornó, en el mismo año, novicio jesuita. Más tarde se ordenó sacerdote y prestó relevantes servicios a la Santa Iglesia, bajo el nombre de Padre Alfonso María Ratisbone.
Cuatro días antes de su feliz conversión, el joven israelí había aceptado, a regañadientes, la imposición de su amigo, el Barón de Bussières: había prometido rezar todo el día un «Acordaos» (conocida oración compuesta por San Bernardo de Claraval) y llevar al cuello una Medalla Milagrosa. Y él la traía consigo cuando Nuestra Señora se le apareció…
Esta espectacular conversión conmovió toda la aristocracia europea y tuvo repercusión mundial, tornando aún más conocida, buscada y venerada la Medalla Milagrosa. Entretanto, nadie – ni la Superiora de la Rue du Bac ni mismo el Papa – sabían quién era la religiosa elegida por Nuestra Señora para canal de tantas gracias. Nadie… excepto el Padre Aladel, que envolvía todo en el anonimato. Por humildad, Santa Catarina Labouré mantuvo durante toda la vida una absoluta discreción, no dejando nunca trasparecer el celeste privilegio con que fuera contemplada.
Para ella importaba apenas la difusión de la medalla: era su misión… ¡y estaba cumplida!
La figura de Nuestra Señora en la Medalla
A propósito de la figura de Nuestra Señora, con las manos y los brazos extendidos, tal como aparece en la Medalla Milagrosa, se levanta una delicada y controvertida cuestión.
De los manuscritos de Santa Catalina se puede inferir que Nuestra Señora le apare
ció tres veces, dos de las cuales ofreciendo el globo a Nuestro Señor. En ninguno de esos numerosos autógrafos hay alguna mención al momento en que la Madre de Dios habría extendido sus brazos y sus virginalísimas manos, como se ve en la Medalla Milagrosa y en los primeros cuadros representativos de las apariciones.
Esa divergencia entre las descripciones de Santa Catalina y la representación de la Medalla Milagrosa fue prontamente señalada por el biógrafo de la vidente, monseñor Chevalier, al declarar en 1896 en el proceso de beatificación que «no llego a comprender por que el padre Aladel suprimió el globo que la Sierva de Dios siempre me afirmó haber visto en las manos de la Santísima Virgen. Soy llevado a creer que él actuó así para simplificar la medalla».
Sin embargo, si es lamentable esta «simplificación» hecha por el padre Aladel, ella no debe causar la menor perturbación. Sobre la Medalla Milagrosa, tal cual es conocida y venerada hoy en el mundo entero, posaron las bendiciones de la Santísima Virgen. Es lo que, indudablemente, se deduce de las incontables e insignes gracias, de los fulgurantes e innúmeros milagros que ha ocasionado, así como de la reacción de Santa Catarina al recibir las primeras medallas acuñadas por la Casa Vachette, dos anos después de las apariciones: «¡Ahora es necesario propagarla!», exclamó ella.
Acerca del globo, que no figura en la Medalla, una decisiva confidencia aleja cualquier duda. En 1876, poco antes de fallecer, al ser interrogada por su Superiora, Madre Juana Dufès, Santa Catalina respondió categóricamente:
– ¡Oh! ¡No se debe tocar en la Medalla Milagrosa!
La glorificación de Catalina
Durante 46 años de una vida toda interior y escrupulosamente recogida, Santa Catalina permaneció fiel a su anonimato. ¡Milagroso silencio! Seis meses antes de su fin, imposibilitada de ver a su confesor, recibió del Cielo la autorización – quizá la exigencia – de revelar a su Superiora quien era la monja honrada por la Santísima Virgen por un acto de confianza sin igual.
Delante de la anciana y ya claudicante hermana, en relación a la cual había sido por veces severa, la Superiora se arrodilló y se humilló. Tanta simplicidad en la grandeza confundía su soberbia.
Santa Catalina falleció dulcemente el 31 de diciembre de 1876, siendo enterrada tres días después en una sepultura cavada en la capilla de la Rue du Bac. Pasadas casi seis décadas, el 21 de marzo de 1933, su cuerpo exhumado apareció incorrupto a la vista de los asistentes. Un médico irguió los párpados de la santa y retrocedió, reprimiendo con dificultad un grito de espanto: los magníficos ojos azules que contemplaron la Santísima Virgen parecían todavía, después de 56 años de túmulo, palpitantes de vida.
La Iglesia elevó a Santa Catarina Labouré a la honra de los altares el 27 de julio de 1947. A los tesoros de gracias y misericordias esparcidos por la Medalla Milagrosa en todo el mundo, iban agregarse las benevolencias y favores obtenidos por la intersección de aquella que viviera en la sombra, escondida con Jesús y María.
Hoy, cualquier fiel puede venerar el cuerpo incorrupto de la santa, expuesto en la Casa de las Hijas de la Caridad, en París. Antiguamente allí, en las horas de oración y recogimiento, el abalanzar de las cofias de las religiosas arrodilladas en hileras delante del altar, recordaba un disciplinado vuelo de palomas blancas…
Fuente: es.arautos.org
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